Por; Luis Beiro.
La palabra amistad no me obligó a contraer compromisos extra profesionales.
Cuando mi edad le dio media vuelta a la tuerca siempre evité congresos, encuentros, cenas y tertulias porque no estaba dispuesto a aplaudir el ego ajeno ni a debatir temas que no merecieran la pena.
Desde entonces, mis días navideños olían a cotidianidad y cada noche reafirmaba mi afición por la lectura o la placidez fílmica. Y al final una luz resplandecía frente a la página en blanco del ordenador. Con esto quiero decir que mi mayor fortuna era el egoísmo: Dedicar todo mi tiempo a cultivar sabiduría y expresión.
No ambicioné vivir en otro país, ni buscar padrinos para internacionalizar mis escritos.
A dos grandes amigos les debo la llegada de mi prosa actual a tierra firme por sus propios valores. El pintor peruano John Padovanni me recomendó al escritor Mario Guevara Paredes, editor de la Revista Andina de Cultura, “Sieteculebras”. Desde hace más de doce años, Mario ha incluido mis ensayos en su importante foco editorial impreso, sin importar temas, ni protagonistas. Durante ese tiempo ha recibido mis trabajos con humildad, sentido profesional, y los multiplica. Un pedazo de mi ser vive entre las páginas ilustres de surevista.
Soraida Peguero Isaac, excelente escritora y periodista dominicana reside con su esposo en Barcelona. Ella llevó algunos de mis tomos a un comercio libresco en Sabadell, y como si fuera poco, contactó al Editor de Cultura de “El Espectador de Bogotá”, diario donde ella colabora como corresponsal en España. Gracias a su gestión, mi firma apareció alguna que otra vez en el órgano de prensa que el Gabo inmortalizó.
Esas publicaciones impresas fueron mis bonos navideños.
En antologías bibliográficas, el escritor mexicano Fredo Arias de la Canal me envió un ejemplar autografiado de su “Antología Cósmica de La Habana” (2005) donde incorporaba en su página 158 mi poema “Miedos” (perteneciente al “Libro de Luis Ernesto”, 1994). Si mis versos compartieron espacios junto a Julián del Casal, Dulce María Loynaz, José Lezama Lima, Eliseo Diego, Cintio Vitier, Roberto Friol y Francisco de Oráa, entre muchos otros, fue gracias al nuevo bono navideño de don Fredo.
En 2010 mi correo electrónico iluminó un extraño email. Dos escritoras boricuas, Rosana Díaz Zambrana y Patricia Tomé incluían mi nombre entre 28 autores caribeños para escribir una investigación personal sobre el cine dominicano. Mi ensayo “Breve panorama de la literatura en el cine de ficción de la República Dominicana” estuvo en sus manos en breves meses y a cambio recibí otro bono: Un ejemplar a vuelta de correo.
Aquí en Santo Domingo no solo he conocido la fealtad de sabandijas: También he contado con sanos animadores. La embajada de Corea ha patrocinado mis tres libros sobre el inmenso cine peninsular. El Banco de Reservas, el Banco Central, el Centro Cultura de España UCATECI, editora “Cañabrava”, la emisora Radio Santa María, la Editora Nacional y el Archivo General de la Nación, y el poeta José Mármol, me otorgaron la ansiada continuidad como escritor.
Reglón aparte, mis propias y escasas finanzas se involucraron en la publicación de mis poemarios, ensayos, novelas y cuentos. Al tomar esa iniciativa, aplacé vacaciones, viajes internacionales, turismo interno, ropas de marca y otros contactos y placeres. Mi literatura impresa era un reclamo inaplazable.
De niño adoraba los esfuerzos de congratulación familiar. Mi hogar se llenaba de aguinaldos, cintas y bolas coloreadas para recibir a Santa Claus. En mis cartas de diciembre, mis deseos incluían autos de carrera, soldados de plomo, aviones de combate y trenes circulares. Era el deslumbramiento por la avalancha de sorpresas transitorias que pocos meses después irían a parar a un deteriorado cajón.
De adulto empecé a equilibrar el ego que un día me hizo sentir el ombligo de Dios. El triunfalismo inculcado a mi dudoso porvenir por una legión de pedantes, lo lancé al mar porque con él no iba a llegar al nido del águila por mis propios esfuerzos. Logré contradecirme y me senté a inventar historias y me olvidé de cultivar gladiolos a la luz de la luna.
La Navidad fue una lección a quemarropa. Año tras año la vi pasar como si asistiera a una fiesta de disfraces. La gente cree en la felicidad, pero no sabe qué es la feliciadad, ni por qué la festeja. El vericuto de la duda tiene raíces invisibles: lo que no se ve no se toma en cuenta, aunque clave sus garras homicidas.
Antes, el motivo religioso era la excusa perfecta para culpar nuestros propios pecados. Pero hoy, entre modas posmodernas, pedofilia eclesiástica, resentimientos, dinero fácil, drogas y devoción por la ignorancia, su verdadero sentido ha pasado al nido del lagarto.
Esta Navidad, al igual que otras transcurridas durante mis últimos 31 años otorga razón a quienes no saben ni pueden soportarme. Y también a los que suponen reducirme a una simple marioneta extranjera.
Es grato ser independiente, no envidiar a nadie y darle valor a la ruta que conduce a glaxias inexploradas. A un escritor que sepa darle valor a sus apuntes, no hay piedra en el camino que lo detenga, tanto en Navidad como en Año Nuevo. No importa la palabra de “los otros”. Al final, todos seremos olvidados.