El poder de la imagen

Por: Efraim Castillo.

No cabe duda de que Giotto di Bondone (1267-1337) sintió —al introducir en sus murales al hombre de la calle— el mismo asombro que aquel troglodita cuando vio que los bisontes y venados que había dibujado en la pared de la cueva se movían debido a la oscilación de las llamas de la hoguera. Giotto transformó los murales del gótico, atrapados entre diáconos y madonas imaginados e introdujo en ellos la vitalidad y pasión del humano simple para individualizar la historia de su tiempo, abriendo las posibilidades del fresco hacia los linderos de una estética en donde la imagen real de lo social podía implantarse en el quehacer ornamental y convertirla en ente, en sujeto.

Giotto, fruto de ese asombro, fundó en el arte un salto cualitativo que otorgó a la muralística, al retrato y a la interpretación de la imagen humana la preponderancia de un protagonismo que se ha ido enriqueciendo con los avances tecnológicos, pero siempre respetando el origen del asombro.

El propio Giovanni Boccacio (1313-1375), contemporáneo del muralista, expresó en el Decamerón (1351-53) que “Giotto devolvió la luz a este arte de la pintura, que durante muchos siglos había quedado sepultado bajo los errores de quienes pintaban para agradar a los ojos de los ignorantes más que para satisfacer la inteligencia de los expertos”. Giorgio Vasari (1511-1574)-, en Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos (1550) reafirmó la expresión de Bocaccio: “Giotto pintó sus figuras en actitudes más correctas, dotó de realismo los rostros y empezó a representar expresiones como el temor y la esperanza”.

Esa renovación estética no sólo involucró al arte, sino al mismo sistema literario, en donde descolló Dante, la más alta voz lírica de Italia; y digo Italia, porque Dante luchó por la unión de la península itálica, una lucha que lo llevó al destierro. Aunque los murales y retablos de Giotto se centraban en la temática religiosa del Bajo Renacimiento, éstos no escapaban de las lecturas de sus contemporáneos, porque en esos murales habitaban los vendedores ambulantes, los mercenarios, las meretrices, los campesinos y, sobre todo —como una advertencia—, se enroscaban en ellos los trepadores que siempre se mantienen al acecho para cazar oportunidades.

Giotto explayó, amplió, esparció y selló la permanencia del ser humano en el mural como un implacable testigo de la historia, una lectura que fue asimilada por Julio II (el Papa Guerrero), por Lorenzo de Médicis (El Magnífico) y por Francisco I de Francia, cuyo mecenazgo hizo florecer las artes en Las Galias.

Por eso, Hans Belting, en Imagen y culto. Una Historia de la Imagen anterior a la Era del Arte (2009), enunció que la ampliación del concepto imagen se debe al Renacimiento: “La imagen no es tanto un fin en sí misma como actividad social, y no está determinada por el qué sino por el cómo, por su rol en la vida pública y su función en la identidad colectiva”.

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