Los linchamientos: cuando la justicia no da respuestas

Por: Ángel Bello.

Cuando el desempeño de las instituciones públicas encargadas de la administración de la justicia se coloca muy por debajo de las expectativas de la sociedad, provocando indignación y exasperación, entonces los ciudadanos recurren, entre otras vías alternativas, a los linchamientos.

Se trata de tomar la justicia por las propias manos, un recurso característico de los estadios de barbarie al que los pueblos apelan cuando perciben que los niveles de negligencia e impunidad por parte de las autoridades encargadas de hacer cumplir la ley solo dejan cabida a la desesperanza aprendida y el desconsuelo en las víctimas de los crímenes y delitos.

De esa manera, la gente canaliza su ira y su impotencia ante la falta de respuestas arrestando y castigando a los sospechosos, prescindiendo del debido proceso, un derecho fundamental y que, por ende, asiste a todos, los “buenos” y los “malos”.

Con mucha frecuencia, estas acciones dan al traste con la vida de los “procesados”, como consecuencia de la violencia brutal de que son objeto a manos de una enardecida multitud, iracunda y conmocionada.

Caracterizados por las más virulentas expresiones de agresividad y salvajismo, estos fenómenos sociales hacen de la crueldad y el sadismo un deprimente espectáculo público, el cual sirve de vía de escape a lo que se considera una verdadera catarsis colectiva, donde no solo participan los que podríamos denominar los “autores materiales” de un hecho que ignora el principio de presunción de inocencia del “imputado” consagrado en la normativa jurídica, sino que también involucra a decenas y cientos de ciudadanos que hacen de los verdugos su mejor vicario.

En ese mismo orden de ideas, asistimos a una complicidad pasiva que canaliza las múltiples frustraciones acumuladas comunes a toda la masa que participa y que refiere no solo el hartazgo con la inseguridad ciudadana y la impunidad, sino también la insatisfacción de las necesidades básicas en las franjas más vulnerables del conglomerado social y que sale a las calles gritando “¡Basta ya!”.

Los linchamientos, al recurrir a la violencia como método de resolución de los conflictos, se erigen como una expresión de autodefensa que pretende arrebatar al Estado que califica de inoperante el monopolio de la fuerza pública, lo cual reduce este mecanismo popular a la ilegalidad, con el agravante de servir de guarida a toda suerte de odios y revanchas que se escudan bajo el anonimato propio de estos movimientos sociales tan espontáneos y catárticos como ineficaces y contraproducentes para el logro de sus genuinos propósitos: hacer justicia.

Es por ello que los linchamientos son sancionados por las legislaciones nacionales e internacionales en materia de Derechos Humanos. Estamos frente a un recurso cavernario no solo desde el punto de vista del respeto a la dignidad humana y de un verdadero estado de derecho, sino también si tomamos en cuenta la ética y la moral, producto del cual las víctimas asumen entonces el rol de victimarios y que, más que justicia, solo satisface los sentimientos de venganza y hace de la delincuencia una espiral que termina de linchar toda esperanza de convivencia pacífica.

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