Pactos que derriban muros

Una de las secciones del muro que sobrevivió a la embestida del general y futuro emperador Tito Flavio Vespasiano durante la destrucción del Templo de Jerusalén se conoce también como el Muro de Occidente. Excepto por las lamentaciones de quienes saben que han perdido un patrimonio insustituible, nada más hay en común entre el Muro de Occidente venerado por el pueblo judío y el muro de occidente derribado por la insensatez del Estado dominicano al renunciar al Tratado de Aranjuez y consentir mediante el Tratado de Paz suscrito con Haití en 1874, el pacto migratorio que dejó la frontera en un limbo constitucional.

Con la destrucción del Templo de Salomón desapareció el recinto, pero la moral fundada en los preceptos religiosos de la nación hebrea permaneció intacta. Al separarse del Tratado de Aranjuez, el Estado dominicano no solo perdió el instrumento jurídico fundacional de sus demarcaciones  territoriales, sino que anuló también el núcleo doctrinario de su política fronteriza para colocarse en una posición desventajosa respecto a la doctrina opuesta de la indivisibilidad de la Isla que abogaba por su desaparición.

Razones suficientes tenía por tanto el presidente haitiano Michele Domingue al felicitarse ante las Cámaras de su país por haber contribuido mediante el referido Tratado firmado por su gobierno con el de su homólogo dominicano Ignacio María González a establecer la fusión entre los dos pueblos.

El plan había salido conforme lo habían anticipado tres meses antes los legisladores haitianos, que poniendo su Constitución en armonía con las disposiciones territoriales que el Tratado contemplaba a favor de su causa, establecieron mediante el artículo tercero de la nueva Carta Magna sancionada el 6 de agosto del mismo año 1874, que Haití tenía “por límites fronterizos todas las posesiones ocupadas por los haitianos”, texto que se vincularía al artículo cuarto del Tratado, en virtud del cual el Estado dominicano se comprometió a “establecer de la manera más conforme a la equidad y a los intereses recíprocos de los dos pueblos, las líneas fronterizas que separan sus posesiones actuales.”

Esa previsión legislativa de Haití encontró respaldo constitucional del lado dominicano siete meses más tarde, pues para ponerse también a tono con el Tratado, el Congreso Nacional enmendó el 9 de marzo de 1875 la Carta Magna para excluir de su texto el Tratado de Aranjuez como referente jurídico de las líneas fronterizas, disponiendo en cambio mediante el artículo segundo que “el territorio de la República comprende todo lo que antes se llamaba parte española de la isla de Santo Domingo y sus islas adyacentes”, pero toda vez que el propio artículo segundo estipulaba que “un tratado especial determinará sus límites por la parte de Haití”, se trataba de un territorio jurídicamente indefinido y que en esencia implicaba la virtual eliminación de las líneas divisorias.

Habiendo de tal modo quedado la frontera en un limbo constitucional, el gobierno dominicano se comprometió además por el artículo catorce a instituir el libre tránsito entre ambos países, conviniendo de manera expresa que “los ciudadanos de las partes contratantes” podían “entrar, morar y establecerse y residir en todas las partes de dichos territorios”, disposición que a los fines de facilitar la movilidad migratoria, se reforzaría, conforme a lo previsto en el artículo once, por el establecimiento de un camino de hierro o ferrocarril que uniría la ciudad de Puerto Príncipe con la de Santo Domingo.

Como complemento de las cláusulas anteriores, y pese a que los términos de intercambio favorecerían más al Estado haitiano, el gobierno dominicano, a cambio de un adelanto de ciento cincuenta mil pesos por parte del gobierno de Haití, acordó también mediante el artículo décimo establecer la libertad de comercio, disponiendo a tales fines que “los productos territoriales e industriales de ambas Repúblicas, al pasar por las fronteras no estarán sujetos a ningún derecho fiscal.” Adicionalmente, por el artículo trece del mismo Tratado el gobierno dominicano convino reconocer a la luz de un acuerdo separado las reclamaciones sobre los bienes inmuebles pertenecientes a nacionales haitianos desde 1822, que al momento de la Separación en 1844 habían sido objeto de confiscación.

Jurídicamente el resistente muro de contención que había sido el Tratado de Aranjuez contra la penetración de occidente se había mantenido firme desde 1814, año en que Francia reconoció por el Tratado de París del día 30 de mayo que la Reconquista capitaneada por Juan Sánchez Ramírez le había devuelto a España los derechos que en virtud del Tratado de Basilea de 1795 le había cedido diecinueve años antes sobre su antigua colonia. De modo que a partir del 30 de mayo de 1814 los límites consignados en el Tratado de Aranjuez quedaron restablecidos sin menoscabo posterior alguno, pues los veintidós años de la ocupación haitiana no podían surtir consecuencias jurídicas adversas al citado Tratado de París de 1814 como   tampoco contrarias al Tratado de Aranjuez de 1777.

De manera que conforme al trazado de los viejos límites fronterizos, tanto los pueblos de San Miguel de la Atalaya y San Rafael de la Angostura, ocupados desde 1809 por nacionales haitianos, así como Hincha y Las Caobas, ocupados posteriormente, eran territorios pertenecientes a la República Dominicana, motivo por el cual el Estado dominicano, al fijar en las ocho versiones constitucionales sancionadas entre 1844 y 1874, el espacio territorial de la República en función del Tratado de Aranjuez, nunca antes había renunciado a la propiedad legítima de esos pueblos.

Incluso la Ley orgánica número 40 sobre organización territorial, promulgada por el presidente Santana el 9 de junio de 1845 a partir de lo establecido en el primer texto constitucional, dispuso taxativamente que los pueblos ocupados por nacionales haitianos fueran parte también del territorio nacional. Partiendo de ese hecho, mediante la carta remitida a su homólogo haitiano Philippe Guerrier anexándole dos ejemplares de la primera Constitución, el mismo presidente le advirtió que los dominicanos iban a defender su independencia sin deponer las armas hasta no haber recuperado los viejos límites. Incluso durante el período de la anexión el mismo mandatario logró que el 14 de enero de 1862 la Corona española lo autorizara a reclamar la devolución de esos territorios, y pese a que la expedición no llegó a concretarse, dispuso en su calidad de Capitán General organizar un ejército expedicionario que marcharía contra Haití en caso de que sus gobernantes no accedieran a la reclamación por métodos pacíficos.

Cuando los dominicanos advirtieron la gravedad del error cometido al separarse en 1874 del Tratado de Aranjuez, sus lamentos llegaron hasta el Vaticano, pero demasiado tarde, pues el Pacto firmado durante ese año con Haití había socavado irremediablemente los cimientos del muro más resistente a la ocupación de occidente, y todavía en 1895, agobiado de sostener una disputa estéril centrada en la interpretación del artículo cuarto del Pacto, el gobierno dominicano presidido a la sazón por Ulises Heureaux convocaba a un plebiscito que entre los días 1ero y  2 de junio aprobó someter el diferendo a un juicio arbitral con el Papa León XIII como árbitro.

Haití, cuyas Constituciones habían consignado siempre que su límite era el mar, fundaba sus derechos territoriales en el principio del uti possidetis, según el cual los pueblos dominicanos en posesión de sus nacionales formaban parte también de su territorio, y como prueba de la aceptación que los dominicanos le concedían a esa situación, argumentaban que la reforma hecha en 1875 a su Constitución tuvo por objeto “hacer desaparecer de ella la ficción territorial que no estaba ya en armonía con las ideas reinantes, es decir, el principio de las posesiones efectivas, que había prevalecido al fin.” En sus Escritos Diversos, el sagaz historiador y político don Emiliano Tejera, quien estuvo a cargo de la defensa dominicana ante la Santa Sede, hace un recuento pormenorizado de todo lo ocurrido en torno a este embrollo fronterizo.

La imposibilidad de revertir el error del Estado dominicano significaba la caída irrevocable del muro jurídico que la nación había tenido en el Tratado de Aranjuez para contener la penetración de Occidente. Un solo mandarriazo constitucional había bastado para que su desplome fuera irreversible. Su construcción había tomado cerca de dos siglos, pues para levantarlo fue necesario agotar el proceso previo de negociaciones que se remonta a julio de 1680, cuando don Francisco de Segura, Gobernador de La Española, convino con su homólogo de la Tortuga, Monsieur de Pouancey, designar el río Rebouc como la primera línea divisoria entre el lado oriental controlado por España y el lado occidental bajo control ya para entonces de los franceses.

Al cabo de dos siglos y medio de aquel primer intento, y siglo y medio después de quedar refrendado en Aranjuez el Tratado domínico-haitiano de San Miguel de la Atalaya, el peso predominante del uti possidetis defendido con intransigencia por Haití, compelió al presidente Horacio Vásquez a negociar el nuevo Pacto fronterizo suscrito por su gobierno el 21 de enero de 1929, cuyo Protocolo de Revisión, firmado el 14 de abril de 1936 por del presidente Trujillo, decretó la pérdida definitiva de los pueblos ocupados por Haití y el derrumbe estrepitoso del muro que los precursores de la nacionalidad dominicana, empeñados en detener la ocupación del oeste, habían levantado con el Tratado de Aranjuez. Porque hay pactos que por lo visto derriban muros sin importar lo fuerte que parezcan.

Fuente: almomento.net

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